sábado, 10 de agosto de 2013

La Transfiguración III

En la transfiguración, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la reciente confesión de Pedro —tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16. Cfr. Mc 8, 29; y Lc 9, 20)-, y, de este modo, también fortalecer la fe de los Apóstoles ante la proximidad de la Pasión (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 555 y 568), que ya ha empezado a anunciarles (Cfr. Mt 16, 21; Mc 8, 31; y Lc 9, 22). La presencia de Moisés y Elías es bien elocuente: ellos «habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 555). Además, los evangelistas narran que, cuando todavía Pedro estaba proponiendo hacer tres tiendas, una nube de luz los cubrió y una voz desde la nube dijo:
—Este es mi Hijo, el Amado, en quien me he complacido: escuchadle (Mt 17, 5. Cfr. Mc 9, 7; y Lc 9, 34-35).

Glosando este pasaje, algunos Padres de la Iglesia subrayan la diferencia entre los representantes del Antiguo Testamento, Moisés y Elías, y Cristo: «ellos son siervos, Este es mi Hijo (...). A ellos los quiero, pero Este es mi Amado: por tanto, escuchadle (...). Moisés y Elías hablan de Cristo, pero son siervos como vosotros: Este es el Señor, escuchadle» (San Jerónimo, Comentario al Evangelio de san Marcos, 6).

Para Benedicto XVI, el sentido más profundo de la transfiguración «queda recogido en esta única palabra. Los discípulos tienen que volver a descender con Jesús y aprender siempre de nuevo: "Escuchadlo"» (Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde el Bautismo a la Transfiguración, p. 368).

De la mano de san Josemaría, podemos comprobar que esa exhortación destinada a los discípulos se aplica a cada fiel cristiano: meditad una a una las escenas de la vida del Señor, sus enseñanzas. Considerad especialmente los consejos y las advertencias con que preparaba a aquel puñado de hombres que serían sus Apóstoles, sus mensajeros, de uno a otro confín de la tierra (Amigos de Dios, n. 172). Para escuchar a Cristo, para conocer sus enseñanzas, lo que dijo y obró, contamos con los Evangelios (Cfr. Conc. Vaticano II, Const. dogm. Dei Verbum, nn. 18-19). Al transmitir la predicación de los Apóstoles después de la ascensión, nos comunican la verdad acerca de Jesús y nos lo hacen presente: ¿Quieres aprender de Cristo y tomar ejemplo de su vida? —Abre el Santo Evangelio, y escucha el diálogo de Dios con los hombres..., contigo (Forja, 322).

Este diálogo implica primero una escucha atenta, meditada: no basta con tener una idea general del espíritu de Jesús, sino que hay que aprender de Él detalles y actitudes (...). Cuando se ama a una persona se desean saber hasta los más mínimos detalles de su existencia, de su carácter, para así identificarse con ella. Por eso hemos de meditar la historia de Cristo, desde su nacimiento en un pesebre, hasta su muerte y su resurrección. En los primeros años de mi labor sacerdotal, solía regalar ejemplares del Evangelio o libros donde se narraba la vida de Jesús. Porque hace falta que la conozcamos bien, que la tengamos toda entera en la cabeza y en el corazón, de modo que, en cualquier momento, sin necesidad de ningún libro, cerrando los ojos, podamos contemplarla como en una película; de forma que, en las diversas situaciones de nuestra conducta, acudan a la memoria las palabras y los hechos del Señor (Es Cristo que pasa, 107).

Pero el diálogo, después de la escucha, exige una respuesta, porque no se trata sólo de pensar en Jesús, de representarnos aquellas escenas. Hemos de meternos de lleno en ellas, ser actores. Seguir a Cristo tan de cerca como Santa María, su Madre, como los primeros doce, como las santas mujeres, como aquellas muchedumbres que se agolpaban a su alrededor. Si obramos así, si no ponemos obstáculos, las palabras de Cristo entrarán hasta el fondo del alma y nos transformarán (Es Cristo que pasa, 107).

Y con el seguimiento de Cristo y la identificación con Él, sentiremos la necesidad de unir nuestra voluntad a su deseo de salvar a todas las almas, y se encenderá nuestro afán apostólico: esos minutos diarios de lectura del Nuevo Testamento, que te aconsejé —metiéndote y participando en el contenido de cada escena, como un protagonista más—, son para que encarnes, para que "cumplas" el Evangelio en tu vida..., y para "hacerlo cumplir" (Surco, 672).

Al leer el Evangelio, al tratar de meditarlo en la oración, nos servirá pedir luces al Espíritu Santo, para que venga en auxilio de nuestros afanes, y quizá repetiremos, con palabras tomadas de nuestro Padre: Señor nuestro, aquí nos tienes dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte (Santo Rosario, III misterio de luz).

http://www.es.josemariaescriva.info

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